Hace mil trescientos años -la decisión se tomó en el año 716-, Córdoba fue elegida como capital de lo que acabaría por denominarse Al-Andalus, tras la invasión musulmana y la descomposición del reino visigodo de Toledo. No fue fruto de una casualidad, sino consecuencia de una decisión meditada. Córdoba había desempeñado un papel político sumamente importante durante los siglos anteriores. Había sido capital de la provincia romana de la Bética y bajo los visigodos, fue la capital política -la religiosa, muy importante en el mundo visigodo, estuvo en Sevilla- de aquella provincia. Los años finales de la monarquía visigoda, convertidos en estertores que anunciaban su caída, tuvieron en Córdoba uno de sus principales centros. Aquí fue proclamado rey el último de sus reyes, aunque el ritual de la unción que lo consagraba como monarca tuviera lugar en Toledo y aquí residieron algunos de sus más importantes linajes.
Córdoba gozaba de una posición geoestratégica, al estar emplazada en el valle del Guadalquivir y mucho más próxima que Toledo al estrecho de Gibraltar, que la posicionaba favorablemente sobre la capital visigoda en el caso de que los musulmanes se vieran obligados a retornar a África. Por esa misma razón, sin embargo, los musulmanes podían haber escogido Sevilla, pero no fue así. Según las fuentes musulmanas hubo dos detalles -a simple vista podían considerarse asuntos menores- que resultaron decisivos para que la elección recayera sobre Córdoba. El primero, que a diferencia de Sevilla aquí había un puente sobre el Guadalquivir, el que habían construido los romanos, y eso era algo que no tenía Sevilla ¡Imagínense la importancia de esa construcción en caso de verse obligados a una precipitada retirada! Cinco siglos después Sevilla seguía sin un puente que mereciera tal nombre. Cuando los ejércitos de Fernando III asediaron la ciudad a mediados del siglo XIII, el puente que unía Sevilla con el extenso arrabal de Triana, al que embistieron las proas de los barcos de la escuadra del almirante Ramón Bonifaz, era… de barcas. Por eso pudieron partirlo y aislar las dos riberas del Guadalquivir. El segundo detalle que inclinó la balanza a favor de Córdoba fue que, también a diferencia de Sevilla, era una plaza fuerte, al contar con unas poderosas murallas que circunvalaban la población. En caso de defensa, suponían una ventaja extraordinaria. Fueron, pues, su puente y sus murallas las que resultaron decisivas para marcar el destino de Córdoba que, bajo el gobierno de los omeyas, se convertiría, con mucha diferencia sobre las demás, en la ciudad más importante de Occidente en el siglo X.
No sé si el peso de su historia abruma a una ciudad que desde hace demasiado tiempo se debate en un ambiente de pasividad -algunos lo llaman equivocadamente senequismo- que la incapacita para tomar decisiones que en otros lugares ni generan tanto debate ni necesitan de mesas de estudio, informes de expertos o comisiones de evaluación que llevan, por ejemplo, a que abrir una segunda puerta en la Mezquita Catedral se convierta en un asunto de larga duración en el tiempo o que dotarse de un Palacio de Congresos, acorde con las necesidades de la ciudad, se haya convertido poco menos que el hazmerreír de cualquier otra capital andaluza.
En cualquier caso, el peso de nuestra historia nunca debe suponer un obstáculo para mirar de cara al futuro que Córdoba ha de afrontar, sin tanto titubeo institucional y pérdidas de tiempo con trámites innecesarios.
(Publicada en ABC Córdoba el 18 de marzo de 2017 en esta dirección)